Von Royce

En abril de 1946, desde las recién creadas Naciones Unidas, el político polaco Oskar Lange acusaba a Franco de dar refugio a científicos alemanes que habían logrado escapar de la toma de Berlín por los soviéticos, al final de la segunda guerra mundial. Le acusaba de acogerlos para para fabricar en España armas, tecnología y arsenal atómico. Si Lange hubiese podido dar nombres concretos, como el de Von Royce y otros, la historia hubiera cambiado, pero no los tenía. 

Con un discurso más sólido, Lange hubiera cambiado la historia, logrando, por ejemplo, apoyos para una intervención armada en España. Y también hubiera evitado que Von Royce desarrollara en Madrid algo que solo ha pasado una vez en la historia de la humanidad: un algoritmo que permitía programar el sentimiento de odio en una máquina. Y ya de paso, hubiera evitado que muchos inocentes murieran por el despiadado método que posibilitó a Royce obtenerlo.

Von Royce, ingeniero de caminos, canales y puertos, nació en Bonn en 1910 y se graduó en 1935 en la Universidad Técnica de Berlín, donde entabló gran amistad con Konrad Zuse, hasta el punto de convertirse en su mano derecha durante la creación del primer ordenador de la historia, el Z3, y su sucesor, poco antes de terminar la guerra, el Z4. 

Royce, aquel tipo alto y delgado, con gruesas gafas de pasta y jersey de cuello alto, que de niño había sido sometido por su padre a unos niveles de exigencia desproporcionados, estaba dispuesto, como fuese, a hacerse un nombre en los inicios de la computación, de la mano de un genio como Zuse.

Pero la relación entre ambos se fue deteriorando. Zuse acusó reiteradamente a Royce de llevar a cabo experimentos poco éticos con prisioneros de guerra, buscando, sin éxito algoritmos que emularan sentimientos. Y poco antes de terminar el Z4, en el año 45, ambos dejaron de trabajar juntos. 

Pero pocos meses después Berlín fue invadida por los soviéticos y Royce abandonó el país por una de las llamadas “ratlines”, las rutas de escape por las que miles de nazis huyeron a América del Sur y otros destinos. Concretamente, Royce tomó la  «ruta ibérica»,  coordinada por colaboradores nazis que vivían en España y que utilizaba puertos en Galicia con el visto bueno del general Franco.

La experiencia en computación que Royce había adquirido con Zuse, en una área en la que apenas había personas formadas en España en aquellos años, le valió para ganarse la confianza de los políticos de la dictadura y convertirse en el ingeniero jefe del primer ordenador que entró en España. 

En 1959 llegó a Madrid un IBM 650, con una memoria de 1 kB y que costó 1,9 millones de euros actuales, oficial y públicamente para dar servicio a RENFE. De manera no oficial, ni pública, para la experimentación militar, bajo las directrices de Royce. 

Aquello posibilitó que Royce retomara sus poco éticos experimentos, en la búsqueda de algoritmos que pudieran dotar a máquinas de sentimientos y no solo razonamientos matemáticos. Y ahora contaba con medios, con el IBM, un potente ordenador del año 53, mucho más moderno que aquel viejo Z4 que usó en Alemania, con un laboratorio secreto en Madrid e incluso con un joven ayudante que, como él hacía años, estaba dispuesto a cualquier cosa por ser un pionero de la computación. 

Royce probó muchos experimentos, que tenían todos ellos en común llevar al límite mental a prisioneros de la guerra civil, con el objetivo de trasladar sus sentimientos a algoritmos, que luego programa en tarjetas perforadas, la manera que había entonces de programar. 

Todos los experimentos fallaron, menos uno. Al borde de la desesperación, con el objetivo de llevar al límite los sentimientos humanos, hacerlos explícitos y mantenerlos vivos el tiempo suficiente para poder programarlos, a Royce se le ocurrió ofrecer a dos prisioneros de guerra, por separado, un trato: si acusaban de un crimen falso a su compañero este se llevaría una descarga eléctrica. 

Atados en sillas eléctricas plagadas de electrodos, cara a cara, en un sótano sin ventanas, insonorizado y alicatado con baldosines blancos, si ninguno de los dos prisioneros acusaba al otro el ayudante de Royce daba una descarga a ambos. Si los dos prisioneros acusaban al compañero a ambos les daba una fuerte y muy dolorosa descarga. Si el prisionero 1 acusaba al prisionero 2, el 1 se lleva una descarga leve y el 2, que no había acusado al compañero, una fortísima descarga. Y al revés si el 2 acusa y el 1 no. 

Royce repitió el experimento con decenas de prisioneros, en rondas interminables, en las que su ayudante iba subiendo la potencia de las descargas eléctricas, incrementando el odio entre ellos, provocado por el sufrimiento, el tiempo suficiente para ir creando su algoritmo. Las sesiones se alargaban hasta altas horas de la noche, entre gritos de dolor, acusaciones e insultos entre los prisioneros, hasta que morían ambos de una fuerte descarga, que ocurría siempre tras una siniestra acusación mutua final.

Y  funcionó. Fue a las 5:43 de la madrugada del 8 de diciembre de 1963 cuando Von Royce logró crear en tarjetas perforadas un algoritmo que permitía programar el sentimiento de odio en una máquina.

Pero ahí no había terminado todo. Una vez que había creado su algoritmo, Royce detectó que ahora tenía dos problemas para hacerlo operativo. 

Uno, la capacidad de cómputo de las máquinas de aquella época, como el IBM 650, que no era suficiente para ejecutar su algoritmo, problema temporal que resolverían las nuevas generaciones de computadores. 

Y dos, más complicado de resolver, cuando no habían pasado ni 24 horas de su creación su ayudante huía sin dejar rastro, tomando un tren en la estación de Delicias, portando un pesado maletín, cargado con centenares de tarjetas perforadas, todas ellas etiquetadas con “How to program the feeling of hate by Von Royce.”

By Javier Garzás, feliz día del libro

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