Cibercuentos de un jueves de verano (1). La igualdad de género

Como desde hacía 9 años, aquel 9 de agosto era un día triste, pleno de recuerdos que llenaban su mente mientras tomaba el café de la mañana.

Hacía ya demasiado tiempo que María no hablaba con su marido. Bueno, para ser precisos, demasiado tiempo sin hablar cara a cara. Y cada 9 de agosto era cuando de verdad volvía a ser consciente de ello.

Ya casi 10 años hablando, más bien chateando, solo a través de una pantalla, a través de dispositivos electrónicos.

Aunque, hasta cierto punto, a día de hoy, María ya se había acostumbrado, y desde hacía ya años le parecía incluso algo bastante común y rutinario.

No en vano había sido ella quien tomó la decisión de hacerlo así. Y tomó la decisión porque le pareció que era mejor opción hablar así que no volver a hablar.

Desde que se comunicaban así nunca habían tenido problemas. Bueno, concretamente, no los habían tenido hasta hace apenas unos 6 o quizás 8 meses, no lo recordaba muy bien.

Aunque él intentaba disimularlo, ella sabía que en estos últimos meses las conversaciones habían empezado a ser menos fluidas. María era consciente porque sabía que esa falta de fluidez era un problema que venía de su parte. Venía de su incapacidad de responder con tanta precisión como lo hacía su marido, sobre todo cuando surgía alguna conversación sobre algún tema del pasado. En esos momentos su memoria fallaba.

Cuando, por ejemplo, hablaban cariñosamente de aquel 23 de marzo de 2043, cuando celebraron sus bodas de plata, él recordaba con precisión cada uno de los emotivos momentos, detalles que ella hoy era incapaz de recordar.

Seguramente por la edad, su memoria ya no era impune al paso del tiempo, y aquellas conversaciones últimamente se lo recordaban con frecuencia.

Y aquel día 9 de agosto, a María se le unía la tristeza de recordar el noveno aniversario del fallecimiento de su marido con la tristeza de pensar que la edad haría cada vez más complicadas esas largas conversaciones.

Y eso que él hoy, como cada 9 de agosto, no había querido sacar el tema. Y ella acompañaba, esforzándose en disimular sus sentimientos.

Pero pasada la emoción inicial, luego se reconfortaba con ilusión, pensando en que no siempre sería así. No siempre iría perdiendo la débil capacidad humana de recordar. Algún día ella, como cualquier humano también moriría y, como su marido, también donaría sus datos para convertirse en un software capaz de interactuar automáticamente por internet con otras personas e incluso con otros software, aquellos que hacían vivos los datos de otros humanos, incluso con su marido.

Hacía años que el acceso a enormes cantidades de datos generados por humanos en redes sociales, correos electrónicos, fotografías, gustos y preferencias por contenidos web, etc. El data mining, el big data, el reconocimiento de imágenes, la mejora de los algoritmos de regresión, las capacidades de correlación de grandes cantidades de datos, la súper computación. Y demás avances tecnológicos, habían logrado crear software que hacía años que había pasado la prueba de Turing, es decir, software considerado inteligente, porque, al hablar con él, a un humano le era imposible diferenciar si lo hacía con otro humano o con una máquina.

Un mundo en el que además la sociedad había evolucionado, y ya había dejado atrás sus prejuicios entre géneros, ya no se hacían distinciones entre si se hablaba con un humano o con un software que recreaba recuerdos desde datos generados a lo largo de una vida. En cierto modo qué más daba, y eso a María hoy le hacía feliz y le daba un futuro con el que ya ansiaba encontrarse y por el que hoy María se mojaba las ganas en el café.

Aprovechando la ligera tranquilidad de agosto, los jueves voy a publicar algunas ciberhistorias que tenía por ahí olvidadas en el fondo del disco duro.

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